jueves, 22 de diciembre de 2022

De charla con Serrat.

 Ayer estuve hablando un rato con Serrat. De nuestras cosas. Una cháchara distendida como amigos. La verdad es que hacía ya un tiempo que no nos veíamos y teníamos bastantes cosas de las que hablar.  “¡Envejeces como un niño! - le dije, con cierta coña marinera cuando lo vi entrar por la puerta del bar del Poble Sec donde habíamos quedado, ataviado con una indescriptible chaqueta de flores estampadas sobre un fondo marrón -. ¡Hay que tener mucha personalidad o muy poca vergüenza para presentarse de esa guisa a una cita con un amigo!”. “Me alegro de verte. Estás igual, querido Carlos. Tú sí que no has envejecido… pero, la verdad, nos hemos mayores los dos”, me dijo antes de plantarme un largo y cálido abrazo. De los de antes. De los de verdad. Como sabéis, hay abrazos de verdad y luego están los otros. Joan Manuel te planta un abrazo y luego se queda mirándote a los ojos con esa media sonrisa como comprobando que tú sigues siendo tú a pesar de los años. Y tú, que ya no eres tú hace años, cuando estás con Joan Manuel vuelves a ser ese tú más auténtico. O a lo mejor, simplemente, deseas ser ese tú que fuiste dejando poco a poco – golpe a golpe, como diría él - por la vereda.

Lo bueno de los amigos es que, haya pasado el tiempo que haya pasado, siempre parece que te acabas de ver. Y uno, que va muy dispuesto a hablar de lo suyo, acaba hablando de las cosas más peregrinas. O callando mucho y escuchando, que hay amigos que son mejores contadores de historias que escuchadores. Y aunque él escucha mucho y muy bien, lo suyo es contar historias. Pequeñas y grandes historias. Hablamos de nuestros abuelos, el suyo, el abuelo Manuel, que fue secretario de juzgado de Belchite y al que llamaban el Furo. “Era un hombre de carácter”, remató.  Y yo me acordé del único abuelo que conocí – mi abuelo Fausto, otro buen aragonés de carácter - con quien mantenía larguísimas y originales conversaciones. En ese momento, tanto Joan Manuel como yo, nos quedamos callados. Por un momento el recuerdo de nuestros abuelos se hizo presente. Esas cosas pasan con Joan Manuel. Que estás hablando, por ejemplo, de los amaneceres – sí, también hablas de eso – y de tomates y mulas y trigo, y, sin previo aviso, un recuerdo como un fogonazo te eriza la piel y faltan palabras. Y ahí te quedas un rato, como atontado, escuchando esa historia que es la historia de tu vida. Y da igual cuántas veces la hayas escuchado, siempre suena diferente. Siempre deja su huella.

Le encanta hablar de poesía, porque es un poeta. Me explicó que “Las nanas de la cebolla”, ese poema de Miguel Hernández que, a mí, la verdad, ni me gustaba ni me dejaba de gustar, el poeta lo dedicó a su mujer y su hijo, en respuesta a una carta que ella le hizo llegar a la prisión donde estaba diciéndole que solo tenían pan y cebolla para comer. Y de ahí, el poema. Y de ahí, la canción. Y de ahí, el que uno no vuelva a escuchar nunca más esa canción con indiferencia y sí con cierta reverencia.

Y me preguntó por mi mujer y por los niños – que de niños ya, nada de nada – y por mis padres y amigos y por todos a los que queremos. “Recuerda – se pone muy pesado siempre con esto – que, ahora que han pasado algunos años, ahora sí tenemos palabras para decir a los que nos rodean que los queremos. Todas las que nos faltaban cuando éramos jóvenes. Ya no tenemos quince años, Carlos. Ya no”.

Y ahí estuvimos hablando dos horas largas, como dos amigos que se quieren.

Algunas confidencias al oido. A cau d´orella, como se dice en catalán.

Hasta que acabó el concierto.

Y su figura, su inmensa figura, desapareció tras el telón rojo.

viernes, 10 de marzo de 2017

El ciego de la cueva


Dedicado a Jordi Molas.

Cuando vives momentos mágicos o únicos en tu vida los identificas como tales sin ninguna duda pero casi nunca los racionalizas. Te limitas a sentirlos intensamente. A veces con esa infantil voluntad que intenta eternizarlos. “Que no acabe nunca”, piensas. Luego, más pronto que tarde, ya pasados, se alojan en algún recóndito lugar del alma y ahí se quedan. Esperando. Con su magia intacta. Emoción pura opacada por el paso del tiempo y por la vida - esa vieja tramposa - que se encarga de presentarte multitud de momentos vulgares para que olvides aquellos milagrosos y puedas, más mal que bien, seguir viviendo. Pero esos momentos ocultos sucedieron. Aunque los hayas olvidado o querido olvidar. Y tu alma, tu corazón y tu piel lo saben. Sucedieron. Y un día, sin avisar, sin esperarlos, a traición, asoman y se adueñan de todos los poros de tu piel y te sacuden, te gritan que un día lo sentiste, lo viviste, casi fuiste feliz. O a lo mejor lo fuiste sin duda. Y los momentos te envuelven de nuevo y te zarandean y los saboreas intensamente – quizá más intensamente que cuando ocurrieron –, sabiendo que el paso de los años ha posado un cierto tamiz sobre los detalles que – queramos o no queramos – esconden lo accesorio para destacar lo esencial. A lo mejor es que eres plenamente consciente de que esos momentos únicos no se repetirán nunca más y quieres magnificarlos o idealizarlos; pero quiero creer que, en el fondo, lo que pasa es que, despojados de detalles, los ves, los revives en todo su esplendor.

Cuando empecé a ir a la Cova del Drac lo esencial era el jazz. La puerta de la Cova estaba al final del subterráneo de la cafetería Drug-Drac-Store de la calle Tuset de Barcelona y, si mi memoria no me falla, había que apartar una de esas cortinas de color granate gastado antes de entrar en aquel templo de la vida y de la música. Y de entre todos los que por allí pasaban – que eran muchos y de mucha relevancia –  el esencial tenía nombre y apellido: Tete Montoliu.

Tete. Tuve la inmensa suerte de verlo actuar muchas veces.  O a lo mejor no fueron tantas, pero a mí me parece que pasé mi adolescencia equivocándome caóticamente al son de los armoniosos compases de su piano. La imagen de Tete Montoliu, siempre de inmaculado traje e impecable corbata, perfectamente arreglado, caminando acompañado – pasos cortos, prudentes, su mano sobre el brazo del guía –, con la cabeza un poco alzada como si oteara el infinito,  a veces sonriendo en ese breve paseo, su llegada a la banqueta entre aplausos respetuosos – nunca he vuelto a oír aplausos con sonido reverencial -  y, cuando el silencio era absoluto, rostro serio y concentrado, las primeras notas, el teclado, la magia, la elegancia, el arte de Tete llenando hasta el último rincón de la Cova, vistiendo de eternidad aquel subterráneo oscuro donde todo era música y sueños.

Porque el piano de Tete Montoliu hacía soñar. Tengo grabada la imagen de la figura del pianista sobre el escenario iluminado por los focos, y desperdigados por las mesas personas de todas las edades mirando sin ver, sintiendo como sentía Tete la música, en esa cueva donde por encima de la permanente neblina de humo de tabaco flotaban las notas del piano de Tete acunando, en mi caso, sueños de adolescente. Recuerdo que una de esas noches, viendo las volutas de humo subiendo hacia el techo, con una cerveza en la mano y mis pensamientos en alguna chica de corazón tibio, supe que ese momento volvería a mí. Quise guardarlo. Recuerdo vagamente que algo me dolía. Quizá me dolía esa chica rubia y espigada. O quizá me dolía la vida. Dolor adolescente. Volutas de humo rompiéndose contra la bóveda de una cueva llena de sueños. Llena de música. Llena del talento, del arte, de la inspiración de Tete.

Pasado un tiempo la cerraron. Cuestiones de seguridad o algo así. Algo frío. Un funcionario redactando un reglamento para salvarte la vida y un pedazo de tu vida clausurado por orden gubernamental. Signo de los tiempos que venían. Signos de una Barcelona que cambiaba irremediablemente. Luego la reabrieron en la plaza Adriano, en la zona alta de la ciudad. Pero no era lo mismo. Nunca fue lo mismo. Fui dos o tres veces pero la Cova no era la Cova. El alma de la Cova se quedó en la calle Tuset y en cada uno de los que vivimos aquel tiempo y aquel lugar. 

Luego, lamentablemente fui abandonando el jazz. O quizá fue el jazz el que me abandonó a mí o la vida misma se llevó lejos los sueños o qué coño, a lo mejor crecí y la única puerta de la Cova tras las cortinas granates que daba paso a Tete, la magia y los sueños se cerró y se abrieron otras puertas, no sé si mejores o peores, pero menos inocentes. Menos bellas.  Menos puras.

Hubo un tiempo en el que yo amé la música de la mano de Tete Montoliu.

El ciego de la cueva veía con una claridad extraordinaria.

Todos lo mirábamos buscando en su arte luz para nuestro camino.

Esperando la magia de sus manos sobre el teclado.

Y la música.

jueves, 24 de marzo de 2016

Johan

Me jodiste, flaco. Y ya andaba muy escaso de referentes en las cosas medianamente importantes y vas y me dejas huérfano total en una de las verdaderamente importantes. Y sin avisar. Te has muerto a toda velocidad, casi sin dejar que llegara a preocuparme más allá de una inquietud general de hace algunos meses, de cuando supe que estabas enfermo. Pero ya está. Has decidido irte a explorar el infinito, a llenar de magia y rondos las verdes praderas del Más Allá, dejándonos a los del más acá sorprendidos y solos. Muy solos. Yo pensaba que esos quiebros de larga zancada al límite del equilibrio para meter suavemente el balón en el arco contrario se los harías también a la Parca cuando llegara a saludarte, pero ya veo que no, que has firmado un contrato eterno con Dios. Se lo van a pasar como nunca allí arriba. Estoy seguro.
Hay pocas personas a las que admire. Y personas a las que haya admirado de niño y de adulto, poquísimas. Corría 1975 cuando te conocí. Yo era un niño de diez años y tú la nueva estrella del firmamento azulgrana. Eras ya un ídolo. Mi ídolo. Recuerdo que te invitaron a un club de jóvenes y allí anduvimos rodeándote y peleando entre nosotros – físicamente - por un autógrafo. Al final lo conseguí. Esa firma inconfundible que conservé durante años y que perdí en algún traslado, no así la admiración, que alcanzó su cénit en esa inolvidable época del Dream Team. Sabía entonces que estaba ante algo que cambiaría la historia del fútbol. Nunca supuse que ese cambio sería tan profundo y tan rápido.
Tú no vivías engañado. Tú sabías – porque de tonto no tenías ni un pelo – que no fuiste de los mejores jugadores de la historia. Vaya, ni de coña. No lo eras aunque pasarás a la historia entre los cinco mejores en una genial jugada – otra más – de marketing futbolístico. Pero a mí no me la cuelan. Yo te vi jugar pero sobre todo, te vi entrenar. Me niego a que te rebajen al nivel de mercadeo de un ranking encabezado por Messi – lo demás son tonterías-  y ya después que pongan a quien quieran. De hecho, es una vulgaridad que te comparen con cualquiera de ellos porque tú tenías algo que ninguno de ellos tuvo y no sé si tendrán y es que tú, Johan, sabías qué es lo que tenía que hacer cada uno de ellos para que siguieran siendo los mejores, dónde tenían que jugar y, lo más importante, cómo tenían que jugar. Creo que por eso te ponen siempre en cualquier lista de mejores jugadores: es la forma de homenajear a alguien con cualidades notables en el juego mientras estuviste en el campo pero inigualables en la estrategia, cuando fuiste entrenador. Y digo estrategia y no táctica porque creaste una manera de jugar que sabías que perduraría en el tiempo.

Huiste de lo táctico, del cortoplacismo – incompatible con la miope visión del político, o sea de cualquier Presidente - para crear un estilo de leyenda. Por eso el ranking y esas chorradas son irrelevantes. Has sido incomparablemente más importante que cualquier jugador de la historia porque tú, añorado Johan, cambiaste el fútbol. Lo convertiste en arte. Posesión. Tu frase dicha a lo Johan (o sea cercana a la ininteligibilidad) de “si tú tienes el balón, entonces en un momento dado no lo tiene el contrario” resume de forma genial un concepto de fútbol que rompió todos los moldes. Posesión y que corra el balón. Concepto que creaste tú y sublimó Guardiola.  Por eso tus equipos, y los equipos de tus hijos, y los de los hijos de tus hijos juegan a algo que todos los culés conocemos. No es estilo Barça. Es el tuyo que, con inmensa generosidad, nos legaste.
Dicen que una vez le preguntaron a tu mujer cómo es que después de llevar toda una vida en España hablabas tan mal el castellano, a lo que contestó: “tranquilos, en holandés tampoco hay quien le entienda”. Y añado, ni falta que hacía. Tus ruedas de prensa eran magistrales lecciones de fútbol arreando tremendas patadas al castellano entre grandes risas. Inolvidables.

Jugaste un larguísimo partido contra el cáncer. Un partido que empezaste a perder hace treinta años aunque eso, querido Johan, no lo sabías. Con sorna decías hace algunas semanas que le estabas ganando el duelo a esa tremenda enfermedad. Y algunos quisimos creerte, como siempre. Porque casi siempre tenías razón.
Casi siempre.

Rezo por ti, amigo.

Y ahora dejadme llorar en paz al genio.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

La tierra de las concertinas

Al final da igual. No importa que sean los sirios los que se hacinen en la frontera húngara, o en la croata, o donde les dejen caerse medio muertos tras gasearlos convenientemente para que conozcan de primera mano la milenaria y avanzada civilización europea; o que los desgraciados sean los negros que intentan saltar el vallado de Melilla – algunos colgados como mochuelos durante horas jodiendo las bonitas vistas del green del 17 de vete tú a saber qué campo de golf -; al final, repito por si me lee alguien, da igual quiénes estén ahí pudriéndose: la realidad es que esas vallas tipo Fernández Díaz (católico de concertina diaria) o aquellas alambradas con pinchos, púas o desgarrabajos son auténticas bromas si las comparamos con los muros graníticos e impenetrables de nuestra indiferencia, egoísmo, cobardía y falta de vergüenza.
Y estos de ahora, los de la penúltima crisis televisada, son sirios. Y aunque esto de Siria suena a las mil y una noches y a alfombras mágicas y a estilizados minaretes y lujosos palacios dorados rematados con cúpulas coloreadas como caramelos de ensueño, en este preciso instante, en Siria están matando, degollando, torturando, violando y masacrando como si no hubiese mañana, cosa por otro lado estrictamente cierta para un alto porcentaje de la población. Y algunos miles, que han decidido no dejarse matar así como así, se han puesto a andar y han venido a vernos (“toc-toc, aquí estamos, somos medio millón hambriento y cansado”) y a jodernos el rato de asueto que tenemos para comer la pizza o el sushi mientras hacemos zapping entre “Folleteo público”, “Imbéciles y gilipollas y viceversa” y “Las conversiones de Tamara Falcó”.  Y así, sin anestesia ni nada, hemos visto por la tele sus jetas horrorizadas, a sus hijos ahogados o a familias enteras hacinadas en trenes con destino a ninguna parte (¡cómo recuerdan esas imágenes a las de los trenes de Pristina a reventar de albanokosovares deportados que filmó el recordado reportero de guerra Miguel Gil Moreno! ¡Cómo recordaban las imágenes de Miguel aquellas de los judíos en los trenes hacia Auschwitz!) o a hombres, mujeres y niños reventados en el asfalto de cualquier ciudad siria. Y sí, cuando vemos tanto horror dejamos la pizza a un lado, nos solidarizamos un rato, nos indignamos medio rato, nos cabreamos un cuarto de rato y, a veces, damos veinte euros a ACNUR para que nuestra conciencia nos deje un poco en paz y podamos seguir viviendo con una cierta apariencia de normalidad para, con un poco de suerte, no volver a pensar en ellos hasta la semana siguiente. O, simplemente, nunca más. En el fondo no son más que unos pobres desgraciados víctimas de unos asesinos que creen que masacrando al prójimo van a poder tirarse a ochenta vírgenes cuando palmen.
El caso es que ya están aquí. Y aquí se van a quedar porque lo que la historia ha demostrado tozudamente es que no hay cercado ni muro que frene la desesperación, y estos – y cualquiera – prefieren que les arree un húngaro o les haga la zancadilla una cabrona europea a que los apiole un compatriota. Están aquí y nosotros, los europeos, andamos más perdidos que Jordi Pujol en un congreso de ética. Incluso los que somos católicos, que hemos recibido órdenes directas del jefe diciendo que hay que acoger a los sirios en las parroquias (¡!) andamos diciendo que bueno, que será una manera de hablar, que este Papa es muy bromista y que es un Papa más de interpretar que de obedecer literalmente. Y con todo esto ya se pueden imaginar ustedes a cuántas familias sirias se van a acoger. Pues eso.
Y como el miedo es el miedo, pero el hombre acojonado no deja de ser inteligente, uno ha podido escuchar cosas muy variadas sobre la conveniencia de ser prudente antes de dejarles pasar,  como que hay que evaluar el riesgo de que entre los refugiados se cuele gente del ISIS (como si hoy no hubiese ningún terrorista en Europa dispuesto a volarse los huevos para matar infieles), o que esto cuesta mucha pasta y ponemos en peligro el estado del bienestar conseguido tras arduos esfuerzos (como si la eficiencia en la gestión del gasto en Europa fuese de premio a la precisión y no se derrochase la pasta en chorradas) o la más hipócrita de todas, esa que dice que hay que solucionar el problema yendo a las causas del mismo. Esta es especialmente perversa. En primer lugar porque se abandona a su suerte a los miles de sirios que buscan sobrevivir hoy, condenándolos a malvivir en campos de refugiados durante lustros en el mejor de los casos o arrojándolos a la marginalidad de la ilegalidad mientras los responsables del mundo queman sus visas-puta-oro en cenas para crear subcomisiones que aconsejen a la comisión asesora del comité de ayudas del consejo asesor mundial sobre qué coño hacer para, al final, acabar interviniendo cuando ya no quede ni uno vivo. Y en segundo lugar porque se olvidan del pequeñísimo detalle de que parte de esta tragedia tiene la inconfundible marca España, concretamente la firma de José María Aznar en las Azores, pasándose por el arco del triunfo el ruego del Papa – está vez Juan Pablo II – de que no se interviniese en Irak. Pero vaya, por la forma en la que pasó del Papa, debe de ser de misa diaria.
La gestión de esta crisis (llamando gestión a esta cosa que están haciendo) demuestra no ya que el problema nos supera sino que Europa está muerta. Se ha hablado mucho de la enfermedad de Europa, pero el diagnóstico – alguien señalaba el estado de “terminal” del viejo continente – es clarísimo: Europa ha matado sus raíces, las ha cortado, quemado y esparcido las cenizas por todo el continente. Y punto final. Por eso Europa no tiene ningún futuro, más allá de ser un puto mercado donde mercaderes y mercancías muevan el cotarro. Europa es una cueva de mercenarios sin nada que los una. Ni la voluntad de ser. Nada. La irrelevancia de Europa en el mundo va a ir a más porque la dilución del espíritu y del proyecto europeo es inevitable (aquí en España sabemos un huevo de dilución del país). Y esta debilidad hace imposible la gestión eficaz de estos problemas. Bastante tenemos con solucionar los tremendos desequilibrios que la política de incorporación de nuevos países ha supuesto para esta unión. O lo que sea.
Y mientras pensamos qué hacer con unos, entran otros por tierra, mar y aire.
Y como siempre que se intenta solucionar un problema a toro pasado, se tomarán decisiones radicales, sin medida y a destiempo.
Y florecerán los extremismos políticos contra los emigrantes. Y de ahí a la pureza de la raza hay un paso.
Pequeñito.
Es lo que pasa cuando se piensa con la concertina y no con la cabeza.

martes, 30 de diciembre de 2014

Un cuento de Navidad


El Rata no tenía ni media neurona sana. Eso decía su madre de él cuando le preguntaban. Su padre no decía nada porque cuando no estaba borracho en la calle estaba borracho en casa. Y en ese permanente estado etílico malvivía más o menos feliz. Nunca les levantó la mano, ni a su madre ni al piltrafa del Rata. Quizá nunca estuvo lo suficientemente sobrio para hacerlo. Sobrevivían gracias a una pírrica pensión que su madre tenía de un primer marido que se quedó tieso de repente, así, sin avisar, a los cuarenta, de un corte de digestión. De cuando la gente palmaba de un corte de digestión. Luego se fue a vivir con el primer tipo aparentemente sobrio que le sonrió por la calle, se quedó preñada, él empezó a arrastrase por los bares de la comarca y ella se dedicó a cuidar al Rata y al desgraciado que lo engendró. Y hasta la fecha. Una mierda de vida, según iba proclamando sin ningún rubor a cualquiera que quisiera escucharle. Que, la verdad sea dicha, no eran muchos.

El Rata, además de no tener una idea buena, no tenía ni media leche. Era un desgraciado de mirada huidiza, esmirriado y bajito – ya crecerás le decía, con algo parecido al cariño, la amargada de su madre -, con cara de miserable – hay jetas que vienen de serie y el molde de su padre lo había heredado sin modificaciones – y encorvado de tal manera que a su aspecto ya de por sí escuchimizado sumaba una mirada de soslayo, desconfiada, traidora. De navajazo en los bajos sin preaviso. Caminaba rápido, como huyendo de todo y como temiéndole a todo. Era como un bicho rastrero. Como una jodida rata.

En esa tarde de Nochebuena no quedaba por la calle ni el sereno. El Rata arrastraba sus perdidos quince años por el desierto pueblo sin más compañía que su sombra y unas cuantas monedas que había afanado de las ofrendas – monedas y flores – que las beatas del pueblo habían dejado por la mañana sobre el manto de la Virgen de la Pureza, en la iglesia que se levantaba a un paso del ayuntamiento, en la única plaza del pueblo. Era en esa plaza donde en verano el alcalde se empeñaba en montar unos festivales con banderitas y mozas y tarima y una orquesta que sonaba como un coro de gruñidos. Y era en esa plaza donde en invierno montaban el Belén, lo único destacable del pueblo. Porque aunque este mantenía una digna y austera decadencia – era igual a casi todos los pueblos de esa zona – su Belén era famoso en la comarca: figuras talladas en madera de tamaño natural por un escultor de la comarca un poco tronado que vivía en los arrabales y que hacía algunos años había alcanzado cierta notoriedad. El caso es que las figuras eran enormes y pesaban cada una de ellas como una condena a galeras, pero el Niño no. El Niño tenía el tamaño adecuado para ser robado. Y eso lo sabía el Rata. El año anterior no había podido ser porque unas inoportunas fiebres lo habían tenido en estado de desgracia durante todas las navidades, así que ni lo intentó. Pero este año sí, pensaba el Rata. Ese año el Niño Jesús iba a pasar las vacaciones con el Rata y luego ya buscaría algún buhonero para colocárselo. Como había Dios. Así que sin pensárselo dos veces saltó la pequeña valla que rodeaba el Belén, cogió la figura y con ella en brazos se perdió por las estrechas y mal iluminadas callejuelas del pueblo.

Entró a la carrera en su casa, emitiendo un sonido parecido a un gruñido como saludo a su madre que, como cada Nochebuena, se empeñaba en cocinar para toda la familia un vulgar guiso que acababa comiendo sola año tras año. Entró en su habitación y dejó la figura en el suelo, al lado de un desvencijado mueble que hacía las funciones de silla. El Rata miró la figura. Dorados cabellos sobre la típica cara de Niño Jesús, redonda, con los mofletes colorados y esa postura acostado pero medio incorporado y con las manos como bendiciendo al mundo. Y esos ojos – pintados en un azul mar – que parecían mirarle a él. El Rata se inclinó más y los observó con detenimiento: tras aquellas pupilas inmóviles pintadas el Rata vio algo extraño, como una suerte de movimiento, como unas sombras que se movían reflejando – eso creía el Rata – las tenues luces de su habitación. Pero no, ahí había algo más. El Rata fijó sus pequeños ojos sobre las pupilas de aquella escultura y vio más allá. En aquellos ojos el Rata pudo ver en un océano de sufrimiento y consuelo, a decenas, cientos, miles de personas que sufrían y decenas, cientos, miles de personas que los consolaban, les daban paz, ayuda y amor. A niños, mujeres y hombres desesperados sin más futuro que aquel que les daban otras mujeres y hombres que dedicaban su vida a dar esperanza. A seres humanos que morían con el consuelo y la compañía de otros seres humanos. Todo eso y muchas cosas más vio el Rata esa noche mirando la cara de aquel Niño Jesús.

“El Niño Jesús apareció la mañana de Navidad en el Belén y el Rata desapareció del pueblo. Nunca más se le volvió a ver. Desapareció con su madre. Jamás supieron nada de ellos. Dicen que los dos murieron vagando por otros lares arrastrando su miseria. Yo prefiero creer que huyeron del pueblo buscando una mejor vida. Y que la consiguieron. En fin, nunca lo sabremos”.

Un montón de caras de jóvenes – yo entre ellos - y niños del pueblo asombrados escuchaban la historia que había contado aquel hombre. El fuego de la chimenea de la sala parroquial crepitaba mientras el misionero daba por concluida la historia. El párroco le agradeció el tiempo dedicado esa fría tarde de Navidad y el misionero – un hombre alto y fornido, con la piel ajada por la edad – sonrió mirando a los jóvenes, dio las gracias igualmente y se levantó.

Fue en ese momento cuando la vi. Mientras se incorporaba. Una silueta curiosa, recortada contra el fuego, como inclinada hacia delante, ligeramente encorvada. Duró un segundo. Luego aquel gigante se irguió y enfilaba hacia la puerta cuando lo alcancé.

- Señor… ¿usted le conoció? - pregunté.

Y volviéndose, me miró fijamente, sonriendo. Y en sus ojos, más allá de su mirada, pude ver un océano de sufrimiento y consuelo, a decenas, cientos, miles de personas que sufrían y decenas, cientos, miles de personas que los consolaban, les daban paz, ayuda y amor. A niños, mujeres y hombres desesperados sin más futuro que aquel que les daban otras mujeres y hombres que dedicaban su vida a dar esperanza. A seres humanos que morían con el consuelo y la compañía de otros seres humanos.

Y supe que el Rata murió aquel lejano día para que naciese un gigante.

Y comprendí. Lo vi con claridad.

Vi mi vida.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Donde Glory´s



Era un antro oscuro y alargado al final de un pasaje sin salida lleno de antros oscuros y alargados. Probablemente lo único que tenía de diferente a cualquier otro de esos antros era que era nuestro antro. Allí fue donde pasamos buena parte de la carrera universitaria entre tabaco, alcohol, música, amigos y, a veces, amigas y novias. Pero estas duraban poco en Glory´s. Se cansaban y se iban. Nada hay más aburrido para una mujer que ver a su novio con su grupo en plan “amigos para siempre” así que discretamente – o a gritos, no lo recuerdo – se borraban. Era nuestro sitio, aquel lugar donde arreglábamos los destrozos que la universidad – fundamentalmente las mujeres – hacían en nuestras vidas. Ahí las odiábamos y amábamos, las poníamos a caer de un burro para adorarlas después sin solución de continuidad. Porque no teníamos ningún otro tema serio. Bueno, a veces, en pleno éxtasis etílico también hablábamos de la existencia de Dios y de otras cosas trascendentes, pero creo que era para tener pie y volver a hablar de las hijas de Eva. Vaya, seguro que sí. Envueltos en una nube perenne de humo, con un pitillo en la boca, cervezas a tutiplén y el recuerdo de esos ojos que, no es cachondeo, eran como el mar o de aquella maldita que nos había roto el corazón por enésima vez, pasábamos horas y horas dándole vueltas a cosas importantes. No recuerdo que pasáramos ni una sola noche hablando de estudios.

Hay sitios que – no sabes muy bien por qué – te adoptan tras un par de visitas. Tú los puedes frecuentar, pero son ellos los que te adoptan a ti. Glory´s nos adoptó tras un par de copas. No sé por qué lo hizo, pero lo hizo. Quizá le caímos en gracia a la larguísima barra negra – cuyas muescas y marcas llegamos a conocer a la perfección – o a lo mejor fueron los taburetes – siempre al límite de la desgracia – los que nos acogieron o vete tú a saber si los sillones del fondo, los de la esquina de filosofar – rojos con aspiraciones de antro de lujo – fueron los que nos sellaron el derecho de admisión preferente; no lo sé, pero sí sé que cuando cruzábamos la puerta negra de la entrada, teníamos la sensación de hogar. De pertenencia. Ese era nuestro sitio. Una extensión etílica de nuestra casa. Allí íbamos todas las noches Javier y Joan, y Luis Felipe, y Jordi, y Jorge e Ignacio, y Rafa y algún otro. Y ahí íbamos con amigos y amigas y con quienes venían de visita a Pamplona, que eran decenas. Y allí quedábamos. Como decían los pamplonicas,  “donde Glory´s”.

Y sí, como ya sabéis, todo Glory´s tiene un Jaime. O sea todo bareto, antro o sala tiene un tío que pone el alma. Que lo hace funcionar. Y el de Glory´s era era una bestia de casi dos metros, con la nariz partida y una ceja con resto de batallas – supongo que de alguna pelea en aquella Pamplona turbulenta de los ochenta – y con una de esas caras difíciles – diferentes - pero fáciles de interpretar: a buenas era encantador y a malas era terrible. Vivía en el barrio de la Txantrea y era un batasuno de pro, con todo lo que eso significaba en aquellos años. Cuando había un atentado con muertos y andábamos por ahí – ambas cosas ocurrían con una frecuencia trágica -, se me acercaba y me decía: “Carlos, lo siento. Esta guerra es una mierda”. Y se iba para allá, al fondo de la barra, a poner música y a esconderse un poco, para no jodernos. A su manera lo sentía. O a lo mejor quiero pensar que lo sentía. Era nuestro amigo. Un amigo de esos que no invitarías a casa. Tampoco él nos invitó nunca a la suya. Cada vez que volvíamos a casa por Navidad o Semana Santa o en verano se despedía dándote un abrazo tremendo de esos que o te desencajaba las vértebras o te las fijaba para los restos. Luego te cogía la cara como si fuese tu abuela, se daba un golpe en el pecho y te decía mirándote a cinco centímetros de la jeta: “Te llevo en el corazón”. Te soltaba y se iba. Era un tipo entrañable. Y una bestia parda.

Cuando acabamos la carrera, en plena efervescencia y exaltación de la amistad, los que habíamos compartido piso y los adscritos – que eran un montón – nos juramos que nos iríamos viendo muy a menudo y que “la última, siempre será en Glory´s”. Y sí, nos vimos una vez más. Y sí, acabamos en Glory´s. Y Jaime estaba allí y por un momento aquello fue como debía ser, por un momento todo estuvo en orden. Y le eché un vistazo a todo aquello – la puerta del tigre seguía con el mismo boquete que alguien desesperado por una mujer le hiciera de un puñetazo en 1984 -, nos despedimos de Jaime y tuve la absoluta conciencia de que jamás volvería. Como así fue.

Hace muy poco anduve por Pamplona y me acerqué.

Ahí seguía, con sus logos de letraset de hace treinta años y su puerta oscura cerrada a cal y canto para siempre. Me quedé plantado ahí un buen rato. Veinticinco años, pensé para mis adentros. Mucha vida.
Cerré los ojos y recorrí pegado a la barra, con mi cerveza en la mano, el local entero. Me senté en un tembloroso taburete mirando a la esquina de los sillones color rojo aspiración, vacíos de amigos pero llenos de recuerdos y  a la cabina de música donde Jaime se escondía a poner música y le di a la sombra de Jaime un abrazo virtual. De esos que te desencajan las vértebras o te las fijan para los restos. Y juro que noté cómo el tío se golpeaba en el pecho, me cogía la cara y como tantas veces, me decía: “te llevo en el corazón”.

Abrí los ojos, eché un último vistazo a la puerta cerrada y negra y me piré. Un vecino me miraba como si estuviese loco del todo. Pero daba igual. Qué cojones iba a saber ese de mi historia.

Dejé de quedar “donde Glory´s”.

Maldita sea.

jueves, 9 de octubre de 2014

Tania la gorda


El caso es que hace poco una presentadora de televisión a la que no conozco ni de la que había oído hablar en mi vida, tras dejar de fumar y engordar unos kilos, se ha plantado en una presentación más feliz que una perdiz y ha dicho más o menos: “He engordado, me siento guapa, sexy y contenta de haber dejado el tabaco”. Y como tras esas declaraciones un montón de acomplejados, miserables del comentario cobarde a tanto alzado y gilipollas de oscuro anonimato la han puesto a parir por gorda, lo ha rematado escribiendo un tuit de esta guisa: “vestida de blanco y sin complejos me dirijo a la cena del WPRF104”, que es algo así como decir – la interpretación de su pensamiento es libérrima - “ahí os quedáis con vuestras chorradas y vuestras mierdas de vidas, mindundis, que yo me voy feliz a seguir con la mía. Hala, que os den”. Y lo ha acompañado de una foto en la que está estupenda. Como debe ser. Poniendo un punto final elegante a la colección de puntos suspensivos, puntos y aparte, mediopuntos, puntos retrasados y dos puntos que jalonan el cerebro de tanto y tanto mangurrino suelto por este mundo.

Me gusta mucho Tania. Me gusta una persona que demuestra ese carácter y esa personalidad en unos momentos como los presentes en los que el fango de la mediocridad todo lo inunda y cada vez cuesta más encontrar personas que sean eso, personas, y no “gente” tan asquerosamente estándar y parecida para lo bueno y para lo malo que uno no sabe ya cómo distinguir una de otra, ni siquiera si merece la pena intentar hacerlo. Una persona que, atención, viviendo en gran parte de su imagen (porque me imagino que de talento andará sobrada) decide plantar cara a un vicio jodido y difícil de abandonar como el de fumar y sustituir tabaco por pizzas o chocolate negro o jabalíes – lo mismo da que da lo mismo – pensando lo que pensamos todos los que lo hemos dejado: que si eres gordo siempre estás a tiempo de adelgazar pero que sin pulmones respirar se vuelve dificilísimo. Y claro, con voluntad, lo ha dejado. Y como es un personaje público con un par de narices lo ha dicho y se ha expuesto sin complejos, sin esconderse, en una sociedad donde la postura contraria cobarde y acomplejada es la que prima y donde mostrar la imperfección – o sea las cosas como son – se convierte en ocasiones en un ejercicio suicida donde el juicio sumarísimo y cruel es la reacción pronta y casi nunca la contraria: la de admirar a quien consigue una meta. Aunque sea una pequeña meta personal (los que somos exfumadores sabemos que de pequeña, nada de nada).

Y sí, para el resto del mundo puede ser anecdótico el hecho (y de hecho lo es) pero lo que no es anecdótico en absoluto es el pim-pam-pum al que se le ha sometido, sobre todo en las redes sociales. Porque ese linchamiento virtual no es más que un reflejo exacto de los linchamientos reales que se producen a diario en nuestro país y que toman la forma de acoso, agresiones, insultos y desprecios a niños, adolescentes y adultos que, por la razón que sea, están fuera del puto estándar de mierda que ha creado esta sociedad patética donde al diferente, poco agraciado, tarado o tímido se le machaca sin piedad por gentuza sin escrúpulos que abusan de su efímero poder causando muchas veces un destrozo inmenso. Porque lo que está claro es que si en lugar de a una mujer formada, con personalidad y con un par como Tania dan con una víctima más débil – por ejemplo, una adolescente con complejos -, el daño que pueden realizar es irreparable. Para que se me entienda: el acoso y la agresión del fuerte al débil se aprende y se forja en casa, se desarrolla en la escuela, se consolida en el trabajo y en las enfermizas relaciones que se puedan tener y eclosiona en ese lugar donde anonimato y miseria van de la mano; sí, en las redes sociales.

Creo haber escrito bastantes veces que vivimos en una sociedad enferma donde nada importa lo que eres sino lo que tienes o lo que aparentas. De hecho la peña va tan estresada en gilipolleces que no tiene ni tiempo de frenar, echarse un vistazo dentro y saber algo de sí mismo. Supongo que no se miran dentro por no morir de asco. Si uno no se molesta en conocerse, imagina lo de conocer e interesarse por el prójimo. Por las luchas y pequeñas victorias del prójimo. De las necesidades e ilusiones de los demás. De sus aspiraciones nobles. De sus problemas. Por eso, porque el ser humano tiene el encargo primordial de conocer y ayudar al ser humano, lo del puñetazo de Tania a todos esos miserables me ha parecido estupendo.

Y ella, también.

Ojalá que lo que haga esta chica en el futuro se parezca a lo que ha hecho ahora. Porque ha hecho lo que debía hacer.

Tania, muchas gracias.